sábado, 15 de junio de 2013

Restos de filosofía: el decreto de guerra a muerte ¿inteligencia o estupidez?

07.05.12 | por Gonzalo Palacios G.

En mi libro VENEZUELA XXI La Revolución de la Estupidez, creí haber dado suficientes razones para catalogar el Decreto de “Guerra a Muerte” como una de las estupideces de El Libertador Simón Bolívar. Alguno que otro lector no ha aceptado ese juicio. Se me ha acusado de antibolivariano y por ende de antipatriota lo cual me preocupa únicamente porque tal acusación demuestra la estupidez de quienes la hacen, pues ni me conocen ni saben distinguir entre patriotismo y personalismo. Este error es fundamental en la historia de Venezuela – es decir, fundamenta la Nación y todas sus instituciones. Así, vemos numerosísimos casos de venezolanos que han logrado identificar instituciones nacionales consigo mismo. 
Para muestra basten dos de ellos que para desgracia nuestra se identificaron con la Patria:
Simón Bolívar: “¡Juro delante de usted, juro por el Dios de mis padres, juro por ellos; juro por mi honor y juro por la Patria, que no daré descanso a mi brazo ni reposo a mi alma, hasta que no haya roto las cadenas que nos oprimen por voluntad del poder español!”
Hugo Chávez: “Juro por el Dios de mis padres, juro por mi nación, juro por mi honor que no permitiré que mi alma descanse ni bajaré mi brazo, hasta que haya roto las cadenas que oprimen a mi pueblo por la voluntad de los poderosos”. En Bart Jones, Hugo! The Hugo Chávez Story from Mud Hut to Perpetual Revolution. Hanover, New Hampshire: Steerforth Press (2007).
Me permito recordar al lector lo que escribí en otra ocasión:
“Lamentablemente… para el pueblo, sus héroes no cometen estupideces; y así se escribe la historia.” (LITERANOVA, 26.03.12, Restos de Filosofía, Estupideces Adicionales). No quiero decir que estos juramentos sean estupideces de por sí, sino que ambos fueron productos de emociones y sentimientos del momento sin ser guiados por la inteligencia: cero sindéresis.
Analizaré de inmediato el famoso decreto de Guerra a Muerte para especificar los pasajes que demuestran la estupidez de Simón Bolívar al momento de publicarlo. Para ayudar a quienes no conozcan su historia, ubicaré el episodio brevemente en el espacio y el tiempo.

“Trujillo, Venezuela, junio, 2012”: cualquier periodista contemporáneo identificaría así el lugar y fecha de la noticia que está informando. En el siglo XIX, las noticias tardaban días, semanas y a veces meses en llegar su destino. A mediados de 1813, desde el Cuartel General de Trujillo, Bolívar ordenaba a su secretario Pedro Briceño Méndez que hiciere publicar un decreto dirigido “A sus conciudadanos” venezolanos. El nuevo decreto sería publicado en Caracas varios días más tarde, en la imprenta de Juan Bailio (o Baillío) con fecha 15 de junio de 1813, 3º. Evidentemente, no era posible publicar nada en Trujillo, a donde no había llegado la imprenta. Aparentemente ninguno de sus conciudadanos era capaz o contaba con la confianza de El Libertador para imprimir su más reciente explosión emotiva:

“[…] no hemos podido ver con indiferencia las aflicciones que os hacían experimentar los bárbaros españoles, que os han aniquilado con la rapiña y os han destruido con la muerte: que han violado los derechos sagrados de las gentes: que han infringido las capitulaciones y los tratados más solemnes; y en fin han cometido todos los crímenes, reduciendo la República de Venezuela a la más espantosa desolación. Así pues, la justicia exige la vindicta, y la necesidad nos obliga a tomarla. Que desaparezcan para siempre del suelo colombiano los monstruos que lo infestan y han cubierto de sangre […] ”
Bolívar tendría que confiarse de un impresor Europeo, con menos de tres años en Caracas, Juan Bailio. Oriundo de Francia, Bailio había llegado a Venezuela a los 58 años de edad proveniente de Haití.
El hecho que Bolívar se viera obligado a publicar su sanguinario decreto días más tarde de su redacción en Trujillo indica el estado de subdesarrollo cultural en que se encontraban “los estados que cubren nuestras armas” (a menos que indique lo contrario, las citas son del Decreto). También se puede deducir que para algunas tareas militares y administrativas, Bolívar confiaba más fácilmente en extranjeros que en sus compatriotas, quizá por efecto de la educación recibida desde niño y adolescente, quizá por la admiración que sentía hacia la cultura inglesa y los americanos del Norte. Ejemplos sobran: el general Juan Illingworth, el general O’Leary, el coronel Henry Wilson, Mr. Spackman y Juan Alderson (tutores de su sobrino Fernando en Estados Unidos), George Robertson y J. P. Campbell (banqueros ingleses), coronel John Robertson (secretario personal, ver “Carta de Jamaica”), Thomas Brión, Thomas Charles Wright y muchos otros. Confianza y fe ciegas, nacidas de los deseos comerciales y políticos de los mantuanos que todavía ignoraban que el Norte “es una quimera.” Bolívar comenzaba a pensar que “todas las naciones cultas se apresurarían a auxiliarnos” y que “las ciencias y las artes que nacieron en el Oriente y han ilustrado la Europa, volarán a Colombia libre…” (Carta de Jamaica).
Pero ni estaban dadas las relaciones internacionales como para trasladar aquellas ciencias y artes a territorios hispanoamericanos ni Bolívar habría captado el alcance de la profunda y dolorosa verdad expresada en sus propias palabras años más tarde en su “Carta de Jamaica, un magnífico análisis de la realidad de la América española y su porvenir” (Eduardo Casanova):
“En tanto que nuestros compatriotas no adquieran los talentos y las virtudes políticas que distinguen a nuestros hermanos del Norte, los sistemas enteramente populares, lejos de sernos favorables, temo mucho que vengan a ser nuestra ruina.”
Dificulto que alguien que no haya vivido en el interior venezolano sea capaz de imaginarse como sería la vida en Trujillo en 1813. Los que conocimos al país a partir del esperanzador gobierno del General Eleazar López Contreras (1936-1941) podemos recordarlo más o menos como lo vieron José Antonio Páez, José Tomás Bóves, y el mismo Bolívar. Durante más de un siglo, poco o nada había progresado el país bajo los más de treinta dictadores y presidentes que lo gobernaron. Los que viajábamos a la provincia antes de la primera mitad del siglo XX, lo hacíamos por carreteras, no siempre pavimentadas, construidas durante la dictadura de Juan Vicente Gómez. Polvorientos, intransitables durante la época de lluvias o de “quemas agrícolas” (Colombia finalmente las prohibió a principios del 2012), estos caminos habían sido construidos por presos políticos y diseñados - según algunos historiadores – con criterio militar y no civil.
“La reabsorción de la circunstancia es el destino concreto del hombre” diría Ortega y Gasset (Meditaciones del Quijote, 1914) poco más de un siglo más tarde. Simón Bolívar en Trujillo de 1813 confirma proféticamente la veracidad del ensayo del filósofo español. El contenido y el estilo del Decreto de Guerra a Muerte reflejan a cabalidad la circunstancia en la que El Libertador se encontraba para entonces. Circunstancia que él había creado para sí a partir de haber entregado al General Francisco de Miranda a los españoles once meses antes.

Si bien fue cierto que los españoles habían “cometido todos los crímenes” y reducido al país “a la más espantosa desolación”, era absolutamente falso entonces y siempre que la justicia se lograría con la venganza. La “necesidad” que obligaba a Bolívar no era la de ajusticiar a los enemigos sino la de convertir a sus conciudadanos venezolanos en “los monstruos que infestan y han cubierto de sangre” al suelo colombiano. Para lograr esta maquiavélica transformación del pueblo, para lograr reducirlo al mismo nivel de “los bárbaros españoles, que […] os han destruido con la muerte”, no había que pensarlo: decretaría la Guerra a Muerte, sin contemplación alguna de las consecuencias. Aunque no necesariamente como su causa, este modo de proceder irresponsable, sin importarles las consecuencias de sus actos, lo repetirán todos los dictadores venezolanos comenzando con José Antonio Páez y culminando con su máxima expresión, Hugo Chávez.

Me permito descalificar futuras críticas de lo que aquí he escrito confirmándolo con las palabras mismas de El Libertador. Palabras, dicho sea de paso, que constituyen un rechazo total de su patrimonio étnico y un motivo personal al declararle la Guerra a Muerte a quienes fueron sus parientes, su difunta esposa, y sus amigos. Esas palabras confirman que Bolívar no quería justicia sino venganza inmediata, y al diablo las consecuencias (“aprés moi le dèluge”). Estas palabras con las que finaliza el Decreto las aprendimos en la primaria, cuando se enseñaba historia en Venezuela:
“Españoles y Canarios, contad con la muerte, aun siendo indiferentes, si no obráis activamente en obsequio de la libertad de la América. Americanos, contad con la vida, aun cuando seáis culpables.”
¿Será acaso que a partir de condenar a muerte a personas inocentes (Españoles y Canarios) y a partir de conceder inmunidad a los culpables (Americanos) que llegamos a desconocer toda justicia? ¿Será posible que la estupidez de Bolívar (cero inteligencia de su parte y de quienes lo rodeaban en Trujillo) fue la causa de que en nuestros días se honren “los restos mortales del luchador social Américo Silva, muerto como consecuencia de la persecución a la disidencia política […]?” ¿y que a Carlos De Oliveira, aun cuando fuese culpable, le confieren inmunidad por sus crímenes? Nada de leyes: nada de magna carta, nada de justicia: sólo la venganza contra los que no obran “en obsequio” de la mal llamada Revolución Bolivariana. Años más tarde, descansando en su hamaca en Jamaica, Bolívar comprendió que sus compatriotas no poseían “los talentos y las virtudes políticas” necesarios para ser libres y vivir bajo el dominio de la ley. Lamentablemente, ya se había efectuado en el pueblo venezolano la transformación preconizada en el Decreto y hasta el sol de hoy tenemos gobernantes que dejan al país en “la más espantosa desolación” u a sus ciudadanos convertidos en monstruos de guerra.
Gonzalo Palacios Galindo (Maracay, 1938).






Estudió Arquitectura en la Universidad Central de Venezuela, Recibió la Maestría y el Doctorado en Filosofía en la Universidad Gregoriana (Roma) y en la Universidad Católica de América (Washington, DC, USA). Mantuvo una intensa actividad académica en varias universidades de Venezuela y de Estados Unidos. También ejerció cargos diplomáticos en la Embajada de Venezuela en Washington. Actualmente enseña Filosofía en Prince George’s Community College.

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