07.05.12 | por Gonzalo
Palacios G. |
En mi libro VENEZUELA XXI La Revolución de la
Estupidez, creí haber dado suficientes razones para catalogar el Decreto de
“Guerra a Muerte” como una de las estupideces de El Libertador Simón Bolívar.
Alguno que otro lector no ha aceptado ese juicio. Se me ha acusado de
antibolivariano y por ende de antipatriota lo cual me preocupa únicamente
porque tal acusación demuestra la estupidez de quienes la hacen, pues ni me
conocen ni saben distinguir entre patriotismo y personalismo. Este error es
fundamental en la historia de Venezuela – es decir, fundamenta la Nación y
todas sus instituciones. Así, vemos numerosísimos casos de venezolanos que han
logrado identificar instituciones nacionales consigo mismo.
Para muestra basten dos de ellos que para
desgracia nuestra se identificaron con la Patria:
Simón Bolívar: “¡Juro delante de usted, juro por
el Dios de mis padres, juro por ellos; juro por mi honor y juro por la Patria,
que no daré descanso a mi brazo ni reposo a mi alma, hasta que no haya roto las
cadenas que nos oprimen por voluntad del poder español!”
Hugo Chávez: “Juro por el Dios de mis padres,
juro por mi nación, juro por mi honor que no permitiré que mi alma descanse ni
bajaré mi brazo, hasta que haya roto las cadenas que oprimen a mi pueblo por la
voluntad de los poderosos”. En Bart Jones, Hugo! The Hugo Chávez Story from
Mud Hut to Perpetual Revolution. Hanover, New Hampshire: Steerforth Press
(2007).
Me permito recordar al lector lo que escribí en
otra ocasión:
“Lamentablemente… para el pueblo, sus héroes no cometen estupideces; y así se escribe la historia.” (LITERANOVA, 26.03.12, Restos de Filosofía, Estupideces Adicionales). No quiero decir que estos juramentos sean estupideces de por sí, sino que ambos fueron productos de emociones y sentimientos del momento sin ser guiados por la inteligencia: cero sindéresis.
“Lamentablemente… para el pueblo, sus héroes no cometen estupideces; y así se escribe la historia.” (LITERANOVA, 26.03.12, Restos de Filosofía, Estupideces Adicionales). No quiero decir que estos juramentos sean estupideces de por sí, sino que ambos fueron productos de emociones y sentimientos del momento sin ser guiados por la inteligencia: cero sindéresis.
Analizaré de inmediato el famoso decreto de
Guerra a Muerte para especificar los pasajes que demuestran la estupidez de
Simón Bolívar al momento de publicarlo. Para ayudar a quienes no conozcan su
historia, ubicaré el episodio brevemente en el espacio y el tiempo.
“Trujillo, Venezuela, junio, 2012”: cualquier periodista contemporáneo identificaría así el lugar y fecha de la noticia que está informando. En el siglo XIX, las noticias tardaban días, semanas y a veces meses en llegar su destino. A mediados de 1813, desde el Cuartel General de Trujillo, Bolívar ordenaba a su secretario Pedro Briceño Méndez que hiciere publicar un decreto dirigido “A sus conciudadanos” venezolanos. El nuevo decreto sería publicado en Caracas varios días más tarde, en la imprenta de Juan Bailio (o Baillío) con fecha 15 de junio de 1813, 3º. Evidentemente, no era posible publicar nada en Trujillo, a donde no había llegado la imprenta. Aparentemente ninguno de sus conciudadanos era capaz o contaba con la confianza de El Libertador para imprimir su más reciente explosión emotiva:
“[…] no hemos podido ver con indiferencia las aflicciones que os hacían experimentar los bárbaros españoles, que os han aniquilado con la rapiña y os han destruido con la muerte: que han violado los derechos sagrados de las gentes: que han infringido las capitulaciones y los tratados más solemnes; y en fin han cometido todos los crímenes, reduciendo la República de Venezuela a la más espantosa desolación. Así pues, la justicia exige la vindicta, y la necesidad nos obliga a tomarla. Que desaparezcan para siempre del suelo colombiano los monstruos que lo infestan y han cubierto de sangre […] ”
“Trujillo, Venezuela, junio, 2012”: cualquier periodista contemporáneo identificaría así el lugar y fecha de la noticia que está informando. En el siglo XIX, las noticias tardaban días, semanas y a veces meses en llegar su destino. A mediados de 1813, desde el Cuartel General de Trujillo, Bolívar ordenaba a su secretario Pedro Briceño Méndez que hiciere publicar un decreto dirigido “A sus conciudadanos” venezolanos. El nuevo decreto sería publicado en Caracas varios días más tarde, en la imprenta de Juan Bailio (o Baillío) con fecha 15 de junio de 1813, 3º. Evidentemente, no era posible publicar nada en Trujillo, a donde no había llegado la imprenta. Aparentemente ninguno de sus conciudadanos era capaz o contaba con la confianza de El Libertador para imprimir su más reciente explosión emotiva:
“[…] no hemos podido ver con indiferencia las aflicciones que os hacían experimentar los bárbaros españoles, que os han aniquilado con la rapiña y os han destruido con la muerte: que han violado los derechos sagrados de las gentes: que han infringido las capitulaciones y los tratados más solemnes; y en fin han cometido todos los crímenes, reduciendo la República de Venezuela a la más espantosa desolación. Así pues, la justicia exige la vindicta, y la necesidad nos obliga a tomarla. Que desaparezcan para siempre del suelo colombiano los monstruos que lo infestan y han cubierto de sangre […] ”
Bolívar tendría que confiarse de un impresor
Europeo, con menos de tres años en Caracas, Juan Bailio. Oriundo de Francia,
Bailio había llegado a Venezuela a los 58 años de edad proveniente de Haití.
El hecho que Bolívar se viera obligado a publicar
su sanguinario decreto días más tarde de su redacción en Trujillo indica el
estado de subdesarrollo cultural en que se encontraban “los estados que cubren
nuestras armas” (a menos que indique lo contrario, las citas son del Decreto).
También se puede deducir que para algunas tareas militares y administrativas,
Bolívar confiaba más fácilmente en extranjeros que en sus compatriotas, quizá
por efecto de la educación recibida desde niño y adolescente, quizá por la
admiración que sentía hacia la cultura inglesa y los americanos del Norte.
Ejemplos sobran: el general Juan Illingworth, el general O’Leary, el coronel
Henry Wilson, Mr. Spackman y Juan Alderson (tutores de su sobrino Fernando en
Estados Unidos), George Robertson y J. P. Campbell (banqueros ingleses),
coronel John Robertson (secretario personal, ver “Carta de Jamaica”), Thomas
Brión, Thomas Charles Wright y muchos otros. Confianza y fe ciegas, nacidas de
los deseos comerciales y políticos de los mantuanos que todavía ignoraban que
el Norte “es una quimera.” Bolívar comenzaba a pensar que “todas las naciones
cultas se apresurarían a auxiliarnos” y que “las ciencias y las artes que
nacieron en el Oriente y han ilustrado la Europa, volarán a Colombia libre…” (Carta
de Jamaica).
Pero ni estaban dadas las relaciones
internacionales como para trasladar aquellas ciencias y artes a territorios
hispanoamericanos ni Bolívar habría captado el alcance de la profunda y dolorosa
verdad expresada en sus propias palabras años más tarde en su “Carta de
Jamaica, un magnífico análisis de la realidad de la América española y su
porvenir” (Eduardo Casanova):
“En tanto que nuestros compatriotas no adquieran
los talentos y las virtudes políticas que distinguen a nuestros hermanos del
Norte, los sistemas enteramente populares, lejos de sernos favorables, temo
mucho que vengan a ser nuestra ruina.”
Dificulto que alguien que no haya vivido en el
interior venezolano sea capaz de imaginarse como sería la vida en Trujillo en
1813. Los que conocimos al país a partir del esperanzador gobierno del General
Eleazar López Contreras (1936-1941) podemos recordarlo más o menos como lo
vieron José Antonio Páez, José Tomás Bóves, y el mismo Bolívar. Durante más de
un siglo, poco o nada había progresado el país bajo los más de treinta
dictadores y presidentes que lo gobernaron. Los que viajábamos a la provincia
antes de la primera mitad del siglo XX, lo hacíamos por carreteras, no siempre
pavimentadas, construidas durante la dictadura de Juan Vicente Gómez.
Polvorientos, intransitables durante la época de lluvias o de “quemas
agrícolas” (Colombia finalmente las prohibió a principios del 2012), estos
caminos habían sido construidos por presos políticos y diseñados - según
algunos historiadores – con criterio militar y no civil.
“La reabsorción de la circunstancia es el destino
concreto del hombre” diría Ortega y Gasset (Meditaciones del Quijote, 1914)
poco más de un siglo más tarde. Simón Bolívar en Trujillo de 1813 confirma
proféticamente la veracidad del ensayo del filósofo español. El contenido y el
estilo del Decreto de Guerra a Muerte reflejan a cabalidad la circunstancia en
la que El Libertador se encontraba para entonces. Circunstancia que él había creado
para sí a partir de haber entregado al General Francisco de Miranda a los
españoles once meses antes.
Si bien fue cierto que los españoles habían “cometido todos los crímenes” y reducido al país “a la más espantosa desolación”, era absolutamente falso entonces y siempre que la justicia se lograría con la venganza. La “necesidad” que obligaba a Bolívar no era la de ajusticiar a los enemigos sino la de convertir a sus conciudadanos venezolanos en “los monstruos que infestan y han cubierto de sangre” al suelo colombiano. Para lograr esta maquiavélica transformación del pueblo, para lograr reducirlo al mismo nivel de “los bárbaros españoles, que […] os han destruido con la muerte”, no había que pensarlo: decretaría la Guerra a Muerte, sin contemplación alguna de las consecuencias. Aunque no necesariamente como su causa, este modo de proceder irresponsable, sin importarles las consecuencias de sus actos, lo repetirán todos los dictadores venezolanos comenzando con José Antonio Páez y culminando con su máxima expresión, Hugo Chávez.
Me permito descalificar futuras críticas de lo que aquí he escrito confirmándolo con las palabras mismas de El Libertador. Palabras, dicho sea de paso, que constituyen un rechazo total de su patrimonio étnico y un motivo personal al declararle la Guerra a Muerte a quienes fueron sus parientes, su difunta esposa, y sus amigos. Esas palabras confirman que Bolívar no quería justicia sino venganza inmediata, y al diablo las consecuencias (“aprés moi le dèluge”). Estas palabras con las que finaliza el Decreto las aprendimos en la primaria, cuando se enseñaba historia en Venezuela:
Si bien fue cierto que los españoles habían “cometido todos los crímenes” y reducido al país “a la más espantosa desolación”, era absolutamente falso entonces y siempre que la justicia se lograría con la venganza. La “necesidad” que obligaba a Bolívar no era la de ajusticiar a los enemigos sino la de convertir a sus conciudadanos venezolanos en “los monstruos que infestan y han cubierto de sangre” al suelo colombiano. Para lograr esta maquiavélica transformación del pueblo, para lograr reducirlo al mismo nivel de “los bárbaros españoles, que […] os han destruido con la muerte”, no había que pensarlo: decretaría la Guerra a Muerte, sin contemplación alguna de las consecuencias. Aunque no necesariamente como su causa, este modo de proceder irresponsable, sin importarles las consecuencias de sus actos, lo repetirán todos los dictadores venezolanos comenzando con José Antonio Páez y culminando con su máxima expresión, Hugo Chávez.
Me permito descalificar futuras críticas de lo que aquí he escrito confirmándolo con las palabras mismas de El Libertador. Palabras, dicho sea de paso, que constituyen un rechazo total de su patrimonio étnico y un motivo personal al declararle la Guerra a Muerte a quienes fueron sus parientes, su difunta esposa, y sus amigos. Esas palabras confirman que Bolívar no quería justicia sino venganza inmediata, y al diablo las consecuencias (“aprés moi le dèluge”). Estas palabras con las que finaliza el Decreto las aprendimos en la primaria, cuando se enseñaba historia en Venezuela:
“Españoles y Canarios, contad con la muerte, aun
siendo indiferentes, si no obráis activamente en obsequio de la libertad de la
América. Americanos, contad con la vida, aun cuando seáis culpables.”
¿Será acaso que a partir de condenar a muerte a
personas inocentes (Españoles y Canarios) y a partir de conceder inmunidad a
los culpables (Americanos) que llegamos a desconocer toda justicia? ¿Será
posible que la estupidez de Bolívar (cero inteligencia de su parte y de quienes
lo rodeaban en Trujillo) fue la causa de que en nuestros días se honren “los
restos mortales del luchador social Américo Silva, muerto como consecuencia de
la persecución a la disidencia política […]?” ¿y que a Carlos De Oliveira, aun
cuando fuese culpable, le confieren inmunidad por sus crímenes? Nada de leyes:
nada de magna carta, nada de justicia: sólo la venganza contra los que no obran
“en obsequio” de la mal llamada Revolución Bolivariana. Años más tarde,
descansando en su hamaca en Jamaica, Bolívar comprendió que sus compatriotas no
poseían “los talentos y las virtudes políticas” necesarios para ser libres y
vivir bajo el dominio de la ley. Lamentablemente, ya se había efectuado en el pueblo
venezolano la transformación preconizada en el Decreto y hasta el sol de hoy
tenemos gobernantes que dejan al país en “la más espantosa desolación” u a sus
ciudadanos convertidos en monstruos de guerra.
![]() |
Gonzalo Palacios Galindo (Maracay, 1938). |
Estudió Arquitectura en la Universidad
Central de Venezuela, Recibió la Maestría y el Doctorado en Filosofía en la
Universidad Gregoriana (Roma) y en la Universidad Católica de América
(Washington, DC, USA). Mantuvo una intensa actividad académica en varias universidades
de Venezuela y de Estados Unidos. También ejerció cargos diplomáticos en la
Embajada de Venezuela en Washington. Actualmente enseña Filosofía en Prince
George’s Community College.
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