jueves, 9 de enero de 2014

El Poeta de Caracas

Juan Antonio Pérez Bonalde

Pérez Bonalde, poeta Venezolano, máximo exponente de la Poesía Lírica del país, perteneció a la segunda generación del movimiento romántico en Latinoamérica, es considerado precursor del Modernismo por haber traducido obras de Heinrich Heine y Edgar Allan Poe,  nació en Caracas en 1846, el 30 de enero. Fue el noveno hijo del matrimonio integrado por Juan Antonio Pérez Bonalde y Gregoria Pereyra. Huyendo de la guerra federal, la familia Pérez Bonalde se traslada a Puerto Rico (1861). Para sostenerse, fundan un Colegio, donde el joven poeta, de quince años, se desempeña como Profesor. ¿Qué formación tiene Pérez Bonalde para ese entonces? Felipe Tejera dice que se había dedicado especialmente al estudio de la música, el dibujo e idiomas extranjeros.
En 1879 se casa con Amanda Schoonmaker. La unión de esta pareja es desafortunada. En el dolor del exilio, nace una hija, Flor. El poeta concentra en ella sus afectos y alegrías. Le espera, sin embargo, un rudo golpe. La niña fallece en 1883. De esta trágica circunstancia brota esa conmovedora elegía que lleva por título Flor. .

Sus lecturas, su vida errante, su aguda sensibilidad, ciertos aconteceres aciagos, todo lo va conduciendo al escepticismo. A partir de aquel trágico 1883, no vuelve a publicar libros de poesía propia. Sólo sus grandes traducciones, las de Heine y Poe. Busca escaparse de la realidad, ya no por el paisaje poético, sino por la puerta falsa del alcohol y de las drogas. Su salud comienza a resentirse. Quienes lo conocen y lo tratan, como José Martí, advierten en él un aire de melancolía profunda, y de tedio vital. Poco a poco llega a los límites del nihilismo. A la total incredulidad, a una falta de fe en el presente y en el porvenir. Testimonio son estos párrafos de su libro de Memorias, dados por el poeta a la prensa caraqueña:
Muchos años han pasado desde la última vez que dejé un recuerdo de vida en estas páginas. Y ¿qué he conseguido, qué he alcanzado durante este largo transcurso del tiempo? Lo que alcanzaría el hombre que viviese mil años; lo que ha alcanzado la humanidad desde su misterioso principio hasta el presente: NADA!

Su obra poética fue prolífica destacando La Vuelta a la Patria (1876-77), Flor (ya mencionada), Estrofas (1877), Ritmos (1880), Canto al  Niágara (1882), sin duda sus versos más conocidos con prologo de José Martí.

Gravemente enfermo, el 4 de octubre de 1892 muere en el puerto de La Guaira. Once años después (1903) sus restos son trasladados a Caracas en medio de solemnes honras fúnebres. Y desde 1946, centenario de su nacimiento, sus cenizas reposan en el Panteón Nacional. 

He aquí  uno de los más  grandes poemas de Pérez Bonalde es el canto elegíaco que escribe bajo el terrible impacto que le produce la muerte de su hija Flor. Se enfrenta a Dios al no comprender cómo pudo haber sido herida de muerte una criatura que apenas abría los ojos a la vida. Es el dolor máximo, la suprema rebelión de los poetas satánicos, que en Pérez Bonalde es la culminación trágica de una existencia destrozada por el hado: 


FLOR
I
Flor se llamaba, flor era ella,
flor de los valles en una palma,
flor de los cielos en una estrella,
flor de mi vida, flor de mi alma.
Era más suave que blanda arena,
era más pura que albor de luna,
y más amante que una paloma,
y más querida que la fortuna.
Eran sus ojos luz de mi idea,
su frente lecho de mis amores,
sus besos eran dulzura hiblea,
y sus abrazos collar de flores.
Era al dormirse tarde serena,
al despertarse rayo del alba,
cuando lloraba limbo de pena,
cuando reía cielo que salva.
La de los héroes ansiada palma,
de los que sufren el bien no visto,
la gloria misma que sueña el alma
de los que esperan en Jesucristo;
Era a mis ojos condena odiosa
si comparada con la alegría,
de ser el vaso de aquella rosa,
de ser el padre de la hija mía.
Cuando en la tarde tornaba al nido
de mis amores, cansado y triste,
con el inquieto cerebro herido
por esta duda de cuanto existe;
Su madre tierna me recibía
con ella en brazos –yo la besaba…
y entonces … todo lo comprendía
y al Dios sentido todo lo fiaba!...
¿Qué el mal existe? --- ¡Delirio craso!
¿Qué hay hechos ruines? --- ¡Error profundo!
¿No estaba en ella mirando acaso
la ley suprema que rige al mundo?
¡Ah! cómo ciega la dicha al hombre,
cómo se olvida que es rey el duelo,
que hay desventuras sin fin ni nombre
que hacen los puños alzar al cielo.
¡Señor! ¿existes? ¿Es cierto que eres
consuelo y premio de los que gimen,
que en tu justicia tan sólo hieres
al seno impuro y al torvo crimen?.
Responde, entonces: ¿por qué la heriste?
¿cuál fue la mancha de su inocencia,
cuál fue la culpa de su alma triste?
¡Señor, respóndeme en la conciencia!
Alta la lleva siempre y abierta,
que en ella nada negro se esconde;
la mano firme llevo a su puerta,
inquiero … y nada, nada responde.
Sólo del alma sale un gemido
de angustia y rabia, y el pecho, en tanto
por mano oculta de muerte herido
se baña en sangre, se ahoga en llanto.
Y en torno sigue la impía calma
de este misterio que llaman vida,
y en tierra yace la flor de mi alma,
y al lado suyo mi fe vencida.
II
¡Allí está! Blanca, blanca
como la nieve virgen que el potente
viento del Norte de la cumbre arranca;
como el lirio que troncha mano impía
orillas de la fuete
que en reflejar su albura se engreía.
¡Allí está! … La suave
primavera pasó; pasó el verano
y la estación poética en que el ave
y las hojas se van; retornó el cano,
pálido invierno con su alegre arreo
de fiesta y de niños, y aún la veo
y la veré por siempre …¡Allí está!... fría
entre rosas tendida, como ella
blancas y puras y en botón cortadas
al despertar el día.
¡Ay! En la hora aquella,
¿dónde estaban las hadas
protectoras del niño?,
que no vinieron con la clara estrella
de su vara de armiño
a tocar en la frente a la hija mía,
a devolver la luz a aquellos ojos,
y a arrancar de mi pecho los abrojos
de esta inmensa agonía,
de este dolor eterno, de esta angustia
infinita, fatal, inmensurable,
de este mal implacable
que deja el alma mustia
para siempre jamás – que nada alcanza
a mitigar en este mundo incierto.
¡Nada! Ni la esperanza
ni la fe del creyente
en la ribera nueva,
en el divino puerto
donde la barca que las almas lleva
habrá de anclar un día;
ni el bálsamo clemente
de la grave, inmortal filosofía;
ni tú misma divina Poesía
que esta arpa de las lágrimas me entregas
para entonar el salmo de mi duelo…
Tú misma, no, no llegas
A calmar mi dolor…
¡Ábrase el cielo!
¡desgájese la gloria en rayos de oro
sobre mi frente … y desdeñosa, altiva
de su mal sin consuelo
al celestial tesoro
el alma mía cerrará su puerta:
que ni aquí, ni allá arriba
en la región abierta
de la infinita bóveda estrellada,
nada hay más grande, nada!
Más grande que el amor de mi hija viva,
Más grande que el dolor de mi hija muerta!

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